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Cuando yo era niño, la gente más poderosa de Medellín vivía en el centro, en casonas muy bien construidas, o en apartamentos inmensos.
El centro tenía muchas ventajas: en el centro, por ejemplo, nunca se iba la luz, porque tenían un sistema eléctrico especial de las Empresas Públicas. El centro era muy seguro, de día y de noche: en el centro estaban las librerías, los cines, los mejores almacenes, los mejores restaurantes, las calles mejor trazadas. En el Astor y en Versalles no ponían música a ninguna hora, y se podía conversar. Las mujeres más bonitas paseaban por Junín, elegantísimas, y los industriales y los millonarios eran socios del Club Unión, que quedaba en el centro. El mejor hotel de Medellín, el Nutibara, estaba en el centro, y en él recibieron a Borges, cuando vino a la ciudad a hablar de tangos, en el Paraninfo. En el centro no había puteaderos ni casinos pues estos solo podían funcionar en una zona de tolerancia: Lovaina.
El primer irrespeto grave contra el centro, como entidad cívica y cultural, lo cometió la industria, y luego lo imitó la banca, por último la Iglesia. La empresa más grande de Medellín, Coltejer, construyó en el centro su rascacielos, lo cual no estaba mal. El problema fue que para construirlo destruyó el único teatro más o menos bonito que teníamos, el teatro Bolívar. Poco después un banco hizo su edificio encima del palacio arzobispal. La entrega total de la curia la cometió poco después el arzobispo López Trujillo, que vendió el seminario, al lado de la catedral, para que hicieran allí un centro comercial. Lo mismo pasó con el Palacio Nacional, el de los juzgados: se convirtió en El Hueco, un sitio inicialmente de contrabandistas. Mi amigo y maestro, Alberto Aguirre solía decir: “Allí donde yo impartía justicia en nombre de la República, ahora queda la feria del brassier y solo cucos”. Hoy la capilla del viejo seminario es una pizzería, y en muchas celdas donde dormían los que estudiaban para curas se ofrecen masajes y otros servicios. Otras más son garitos.
Aun así, decaído, el centro de mi ciudad valía y vale mucho. Pero hoy hay una mafia dispuesta a todo para comprarlo barato. Y hay una manera muy buena de abaratar el centro: volviéndolo mierda. Esto es lo que está consiguiendo un grupo mafioso de Medellín que cobra vacunas, maneja la delincuencia y compra propiedades. ¿Cómo espantar a los trabajadores y comerciantes honestos del centro de la ciudad? Muy fácil: atracándolos, extorsionándolos, volviéndoles la vida imposible. ¿Y a la Policía? Comprándola, y si no se deja comprar, poniéndoles petardos a sus comandos. Uno pensaría que la delincuencia (el robo, los atracos, los expendios de drogas, la prostitución infantil) es una cosa espontánea. Delitos generados por la pobreza de la población, por las dificultades de la vida. ¿Y si no fuera así? ¿Si para ser ladrón también hubiera que tener un permiso o una franquicia de un poder superior que te permite atracar en esta esquina y no en esta otra, tener un prostíbulo en esta cuadra y no en esta otra, una tienda de películas piratas en este local y no en el de más allá? Y casinos, y cantinas con música a todo taco. Pagando vacuna. Es lo que está pasando en Medellín: una mafia te ofrece el servicio de seguridad privada (convivir), a cambio de un chantaje. Si no pagas la vacuna, exactamente frente a tu negocio empiezan a atracar, a vender drogas, a desfilar prostitutas y proxenetas. Cuando te aburres de que te atraquen o te apuñalen o te maten, y los herederos quieran vender, aparece de inmediato el comprador. Curioso, es del mismo grupo que organiza las vacunas, las salas de juego, los prostíbulos, las tales convivir.
“Cuando una ciudad abandona su centro, su sociedad también lo pierde,” escribió un novelista chileno. En Medellín están dejando que la mafia de la droga, la delincuencia, la prostitución, el juego y las universidades de garaje se tome el centro, y lo vuelva pedazos, con el único fin de comprarlo barato.